De chica pero muy chica, tenía un amigo invisible.
Compartimos tiempo juntos hasta que «ya no tiene edad para creer que tiene un amigo invisible».
«¿Por qué no tengo edad? ¿Por qué no lo ven?» Nadie me contestaba. Sólo recuerdo que el venía a visitarme, como para que nos vayamos acostumbrando a nuestra relación. Íbamos planeando cómo seríamos de grandes y de chicos. Nos contábamos nuestros secretos. Enumerábamos las actividades que queríamos hacer y de los monstruos que tendríamos que escapar.
Él iba a presentarse ante mi mamá en cualquier momento como para que no duden de su existencia, pero me decía que necesitaba tiempo. «¿Tiempo para qué?» Con poca edad sobran preguntas y faltan respuestas.
Mientras tanto nuestra relación seguía creyendo.
Había llegado el día, yo me lo imaginaba entrando por la puerta con mi mamá. Pero no sucedió cómo lo esperaba. Entraron los dos por la puerta pero ella no lo veía y él me hacía señas de que guarde silencio. Los dos tenían lágrimas en los ojos.
Algo malo pasó. «¿Por qué mi mamá está triste? ¡Decile que estás acá!»
Y no lo hizo, y yo no pude decirle. Sólo hablaba de mi amigo invisible.
No me acuerdo bien a qué edad dejé de verlo, dejé de hablarle. Pero sí lo siento. Se que está ahí.
Una vez lo volví a ver cuando tenía 19 años. Estaba muy triste y pedía que alguien me ayude.
Siempre está ahí, cuidándome. Aunque debería ser al revés, yo soy la hermana mayor.
Invisible a los ojos, no al alma. Se que estás ahí y me siento mejor.
Gracias hermano por cuidarme, por cuidarnos.
Imagen de Rudy and Peter Skitterians en Pixabay
0 comentarios