El 25 de enero de 1997 es un día que nunca olvidaré.
Siempre será el día del accidente.
Y no lo podré olvidar, no porque estoy aferrada al trauma. No porque no quiera superar lo que pasó y todas las consecuencias que me dejó.
No lo podré olvidar porque llevo una cicatriz de 25 puntos en mi brazo izquierdo.
Cada día veo esa cicatriz.
27 años de aquel día que marcó mi vida y mi piel para siempre.
27 años intentando resignificar todo lo que significó ese día para mí.
Era una nena de 12 años que sufrió un accidente y a la cual trataron como una adulta.
Una nena que había sufrido un gran trauma y a la que le pedían que actúe como si nada hubiera pasado.
A la que no le permitieron estar enojada.
A la que, frente los cambios en su cuerpo debido a los corticoides y no poder moverse, le crearon trastornos alimenticios diciéndole que tenía una cara muy bonita para ser gorda.
No fue solo el accidente lo que tuve que sufrir y soportar. Fue toda la violencia intrafamiliar e institucional que no repararon ni un segundo en que tenían frente a sus ojos una nena totalmente rota.
Durante años me sentí débil. Sentía que mi cuerpo era débil por haberse roto de una manera tal que nunca iba a poder ser la nena que era antes del accidente. No iba a poder ir a natación, ni hacer la vertical, la medialuna o divertirme haciendo gimnasia artística. Tampoco podría volver a jugar al hockey o patinar. Me enojé con mi cuerpo por haber permitido que mi brazo se convirtiera en 60 astillas.
Desde ese momento dejé de confiar en mi cuerpo. Dejé de confiar en mí. Y fueron años, y son años en los que sigo trabajando la confianza en mi cuerpo. Hay cosas que todavía no me animo a hacer por miedo. Por miedo a caerme y romperme de nuevo. Durante mucho tiempo pensé que era por miedo a caerme y sufrir dolor físico. Pero creo que es más el miedo a romperme de nuevo y volver para atrás todo lo que avancé en estos años.
Hoy no siento que mi cuerpo haya sido débil. Todo lo contrario. Mi cuerpo fue lo suficientemente fuerte como para hacer crecer un nuevo hueso. Fue lo suficiente fuerte para soportar mucho dolor, muchísimo. Fue lo suficientemente fuerte para reconstruir la piel donde pasó un bisturí dos veces. Fue lo suficientemente fuerte para volver a aprender todos los movimientos que hace un brazo.
En los últimos años pude resignificar mi cicatriz. Pude reconocer la fortaleza de mi cuerpo. Agradecerle por ser fuerte y no haberse dado por vencido.
Hoy se cumplen 27 años del accidente que cambió mi vida para siempre.
En el que mientras salía despedida por la ventana de atrás del auto, de fondo se escuchaba “Solo se vive una vez”.
El día que me marcó en la piel y en la mente, en la psiquis. Porque después de 27 años, sigo viviendo las consecuencias de todo lo que viví en torno al accidente. Porque no fue solo ese día. Fueron los días siguientes. Fue la falta de contención. La falta de empatía, de humanidad.
No poder manejar un auto es la huella más pequeña que me dejó el 25 de enero de 1997.
Atrás de ese día hay un montón de monstruos más. Hay un montón de cicatrices más que no se ven.
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