No le tengo miedo a la oscuridad.
Aunque ahora que lo escribo, sí, le tengo miedo a la oscuridad.
No es que me estoy contradiciendo a mí misma en dos oraciones.
Es que hay dos oscuridades: la ausencia de luz en un ambiente y la otra.
A la primera le tengo miedo. A la segunda la conozco tanto que, a veces, antes me siento cómoda entrando en la oscuridad.
Y ayer entré. No estaba en mis planes pero entré.
Me cuesta escribir estas palabras porque tengo los ojos muy hinchados.
Lloré mucho.
Tuve muchos pensamientos.
Tuve deseos de no pensar más.
Tuve miedo. Y, hasta en un momento, me reí.
No le tengo miedo a la oscuridad.
Porque la conozco. Porque de ahí salí mil veces. Y cada vez que salí, lo hice con más fuerzas.
En parte el motivo es porque no puedo dedicarme a este proyecto el tiempo que me gustaría. Que siento que tengo tantas responsabilidades que voy a necesitar tres vidas más antes de poder equilibrar la balanza entre lo que tengo que hacer y lo que quiero hacer. Y no, en verdad quiero que la balanza se incline más y poder llenar mis días con lo que quiero hacer.
¿Es acaso utópico lo que deseo?
Cambios. Vengo haciendo cambios y malabares para cumplir con este proyecto. Este proyecto y otros. Pero este es mi prioridad hoy. Y los cambios se están produciendo. Pero el tiempo. El tiempo y mi deseo no siempre van de la mano. Y sí, ya se que hay que saber esperar los tiempos. Y no, no siempre me gusta.
Desgaste mental. Agotamiento mental. No puedo con todo. Esas fueron las llaves a la oscuridad esta vez. No se cuánto tiempo estaré en esta oportunidad. Y hasta quizás ni se note. Porque soy experta en ponerme el disfraz de «está todo bien» pero por dentro me voy hundiendo en el lodo.
Y escribir. Es lo que necesito. Me hace bien.
Imagen de Jordan Stimpson en Pixabay
0 comentarios